Dos jóvenes amantes de la montaña residentes en la comuna de Alto del Carmen encontraron, hace una semana y a 4.200 metros de altura, el cuerpo de un hombre muerto en la cordillera. Un cadáver. Escucho su historia en la radio y, no sé bien porqué, me emociono. Pienso que una vida no deja de ser vida porque el cuerpo físico perece.
Los montañistas cuentan que, por los detalles a la vista –jeans, zapatos urbanos, un cinturón de cuero, retazos de camisa– es un muerto “reciente”; es decir, no se trata de un hallazgo arqueológico. También, la falta de otros elementos deja ver que no se trataba de un montañista o alguien preparado para subir una cumbre como la del Picudo, que roza los 5.000 metros y hacia donde se dirigían los jóvenes.
Ellos explican que, en un ascenso “normal” a esa cumbre –dos campamentos, salida muy temprano y por la ruta habitual– jamás lo habrían encontrado. Pero una serie de circunstancias puntuales fueron modificando la subida y permitieron que, al desviarse algunos metros de la ruta, pudieran identificar un bulto que, a primera vista, parecía un animal muerto.
Una vez que vieron que se trataba de un ser humano todo cambió. Pese a que se encontraban solo a 500 metros, hacer cumbre ya no tenía sentido, había algo “mayor”, algo mucho más importante. Al principio, la incertidumbre, la perplejidad. ¿Qué hacer? Luego, las preguntas, las especulaciones. ¿Quién es? ¿Cuánto lleva aquí? ¿Por qué está aquí y cómo perdió la vida?
El cuerpo del hombre está parcialmente momificado, lo que quiere decir que por las condiciones climáticas y la altura, su piel “se seca” adhiriéndose al hueso. Esto permitirá sacar muestras de ADN, aclaran, para poder identificar quién es.
Las sociedades necesitan ritos y el mortuorio es uno de ellos, tal vez uno de los más importantes puesto que ocupa un lugar trascendental en todas las culturas humanas. En la nuestra hay un dicho: “Dar cristiana sepultura”, que implica la idea de que un cuerpo humano no descansa hasta que no es debidamente enterrado y despedido por quienes quedan vivos, sabiendo dónde reposan sus restos.
En una época en que la vida humana parece ir perdiendo valor, va mi máximo reconocimiento para estos héroes cotidianos que, con un profundo gesto de amor por la existencia, dejaron por un momento su deseo individual para facilitar que otros ser humanos puedan despedir a un ser querido, y que ese hombre que murió en circunstancias trágicas pueda conseguir un descanso digno.
Irene Alvear Azcárate
El Tránsito
