A 102 años de ocurrido: Las incógnitas del gran terremoto que destruyó Vallenar

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En los últimos minutos del día 10 de noviembre de 1922 el extremo sur del desierto de Atacama (Chile) experimentó un gran terremoto. La tierra tembló durante más de 75 segundos como no había sucedido en varios siglos. No tardaron en llegar a las costas varios trenes de olas de tsunami que azotaron el litoral y obligaron a la población, todavía confundida, a abandonar sus casas para alcanzar los relieves cercanos y salvar sus vidas.

Cerca del 1 % de la población falleció a consecuencia del terremoto y un número mucho mayor de personas resultaron damnificadas en una región minera que había sido duramente castigada por la fuerte depresión económica causada por la baja del precio del cobre tras la I Guerra Mundial. Llovía sobre mojado. Pasaron años hasta superar aquel duro golpe y volver a levantar ciudades como Copiapó, Vallenar o Freirina.

Las infraestructuras costeras y calles más cercanas al mar de las poblaciones de Chañaral o Caldera quedaron completamente destruidas. Algunas localidades, como Carrizal Bajo, jamás volvieron a conocer la prosperidad, e incluso a día de hoy la decadencia y el aura de tristeza derivada de aquella aciaga noche puede sentirse al pasear por calles y caletas.

Lo que sí sabemos del gran terremoto de Atacama

Ahora sabemos, después de muchas reevaluaciones, que este terremoto alcanzó una magnitud de 8,6 y que se trata del segundo más importante registrado en Chile, país sísmico donde los haya, durante el siglo XX. También se clasifica entre los de mayor potencial destructivo jamás registrado instrumentalmente.

El tsunami barrió las costas de Chile hacia el norte y el sur, alcanzando Lima y Concepción, a miles de kilómetros de distancia, y tuvo capacidad para atravesar todo el Pacífico, llegando a registrarse y generar daños en puntos tan lejanos como Hawái, las Islas Samoa, Taiwán y Japón.

La primera ola tardó entre 20 y 30 minutos en impactar contra los principales puertos localizados frente a la zona de ruptura. El puerto de Chañaral fue el más dañado por el impacto de 3 grandes olas que alcanzaron cotas de 9 metros sobre el nivel del mar y penetraron 200 metros tierra adentro, generando importantes daños en la zona baja de la ciudad y 20 fallecidos.

Las olas arrancaron el edificio de la aduana

En Caldera, las olas alcanzan cotas de 5,5 metros sobre el nivel del mar, inundando la estación y la maestranza de ferrocarriles, así como el edificio de la aduana, que llegó a separarse de los cimientos y flotar, chocando finalmente contra otras estructuras. En el reflujo máximo quedó al descubierto un naufragio localizado 25 metros bajo el agua.

En Carrizal Bajo el mar se internó 2 km siguiendo el valle y destruyendo a su paso el muelle del ferrocarril, la maestranza y la estación. Las instalaciones de la fundición Smelting Co., junto al muelle, fueron arrasadas. Una locomotora, junto con sus vagonetas, fueron arrastradas varios metros y sepultadas bajo sedimentos por las olas.

Finalmente, en el puerto de Huasco las grandes olas destruyeron los muelles, la bodega y la aduana. La inundación marina penetró 1,5 km por la desembocadura del río y un barco naufragado frente a la costa fue devuelto a la playa.

La incógnita del origen del terremoto

A pesar de todo lo anterior, aún existen incógnitas, en términos sísmicos, de lo que sucedió aquel inolvidable día de noviembre. Todavía no localizamos el epicentro de este evento y su magnitud ha sido revisada y reevaluada multitud de veces.

El terremoto ocurrió en el inicio de la sismología moderna. El Servicio Sismológico de Chile se había creado en 1908 instalando un observatorio de primer orden en Santiago y cuatro de segundo orden a lo largo del país, en Tacna, Copiapó, Osorno y Punta Arenas.

El terremoto de 1922 tumbó el instrumental instalado en Copiapó, por lo que el sismógrafo solo registró el inicio del movimiento mientras que en Santiago, a 680 km de distancia, el equipo no contaba con amortiguadores. Las agujas, en su brusco movimiento, arrugaron y rasgaron el papel, algo similar a lo que ocurrió en el Observatorio Sismológico de La Plata en Argentina.

En cualquier caso, el terremoto de Atacama supuso una oportunidad excepcional para entender bien este tipo de fenómenos. Las miradas del mundo, por un breve instante, se posaron sobre este territorio desierto de inusual belleza. Han pasado 100 años desde entonces, y es un buen momento para recordar.

La memoria de los grandes terremotos

Las enseñanzas de lo ocurrido no sólo pueden ser aplicadas para el norte de Chile. La historia humana es breve, mucho más corta a veces que la periodicidad de los fenómenos naturales más destructivos. La cadencia de fenómenos como los grandes terremotos es larga, a veces de varios siglos o incluso milenios. Esto produce una falsa sensación de seguridad en zonas habitadas expuestas a estas amenazas: una baja percepción de ese riesgo.

En el caso del norte de Chile, las primeras crónicas se remontan sólo 500 años atrás, como mucho. En el mejor de los casos, los eventos de mayor magnitud que pueden experimentar zonas de subducción fuertemente acopladas, como las del Desierto de Atacama, sólo se han producido una vez desde que tenemos registros históricos, pero en muchos otros se han producido antes incluso de la llegada de comunidades capaces de narrar sus consecuencias para que queden conservadas de forma escrita.

Esto significa que debemos mirar más atrás en el tiempo, y sólo mediante disciplinas como la geología y la arqueología podemos establecer cómo y cuándo tuvieron lugar estos eventos, cuál fue su impacto sobre antiguas comunidades o ecosistemas y, sobre todo, cuándo podrían volver a suceder.

El mensaje es claro. Es necesario estar preparados ante lo improbable, incluso ante lo que pensamos que jamás puede suceder porque nuestra memoria no llega tan lejos, o sólo porque hemos decidido olvidarlo.

 

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