Por Mauricio Guerrero Gallardo – Gestor Cultural
Estuve hurgando entre mi colección de libros de autores atacameños, y fue inevitable detenerme en un poemario de aquel gran hombre de letras que fue don Juan García Ro, a quien el también destacado escritor Arturo Volantines definiera alguna vez como “un héroe del siglo XXI”. Entre sus páginas, una pieza en particular capturó mi atención: en una suerte de confesión entre la moral y las buenas costumbres, García Ro despliega toda su espiritualidad en un verso que reza: “Poesía nuestra que estás en los huesos. Somos así, y perdona nuestras miserias.”
La lectura de estos versos me llevó a reflexionar sobre la poesía como un espejo donde se proyecta no solo la dimensión emocional del ser humano, sino también su realidad más íntima y cotidiana. En esa dualidad —entre lo terrenal y lo espiritual, entre la fragilidad y la búsqueda de sentido— radica precisamente la fuerza de la palabra poética, capaz de desnudar el alma y, al mismo tiempo, reconciliarnos con nuestras propias imperfecciones. A veces se muestra como prosa sencilla y descriptiva; otras, se reviste de símbolos y metáforas. Pero, en cualquier forma que adopte, este espejo distorsiona el Ethos y lo refracta en mil maneras, dejando entrever una verdad concreta: la huella de las propias historias de vida, desgranada con los finos dedos de las poetisas y los ojos soñolientos de los poetas.
Esta reflexión me llevó a recordar mis días de infancia, carentes en muchos sentidos, pero al mismo tiempo tan noble para construir mi yo interno. Desde la ciudad de Ovalle taciturna, hasta el Vallenar que duele por estos días. De la infancia entre acequias con los primos hasta la junta en el muro con los cabros de la Quinta Valle. Estas dimensiones imperfectas, me devuelven la lucidez para plasmar verdades por en estos tiempos tan ramplones y privados de diálogo y pensamiento crítico. Por eso la poesía no es, en absoluto, un territorio exclusivo. Una vez que se descubre, hombres y mujeres la toman y la moldean a su conveniencia. También se adentra en la prosa de estos tiempos, en una dimensión política que, de una u otra forma, nos obliga a mirar el contexto social de este “Chile pequeño”, “de la Señorial Freirina” “la del querido puerto Huasco”, tan distinto a la plomiza y contaminada capital.
Para quienes asumimos la condición de poetas, esto no es un dato menor: implica una responsabilidad. La poesía no puede limitarse a la contemplación pasiva; debe remover conciencias y ayudarnos a despertar de este letargo intenso, alimentado por seudolíderes, políticos truchos, televisión basura, una cultura superficial en redes sociales y toda esa corriente virulenta que circula impunemente ante nuestros ojos. En estos tiempos, los poetas no podemos limitarnos a ser simples observadores. El rol del creador va mucho más allá de describir: implica provocar, cuestionar y mover conciencias. Si es necesario, debemos “resucitar a Dios” como símbolo de esperanza y, al mismo tiempo, atrevernos a crear nuevos dioses; no desde un Olimpo distante, sino desde la calle, entre la gente común, en el barrio, en las escuelas, en las plazoletas, en el corazón del pueblo y en la sabiduría que nace de nuestros territorios. Uno puede nacer poeta y morir poeta, incluso sin saberlo. La poesía está inscrita en la naturaleza humana, porque tanto la vida como la muerte son poesía. Y si Dios ha muerto, es porque la poesía lo mató; y si los dioses del Olimpo existen, es porque fueron creados bajo el cielo poético de los griegos.
 
				
			 
                    
 
				
			 
				
			 
				