En los años setenta, en El Tránsito había telégrafo. A los más jóvenes que pueden no tener idea de qué es eso, les cuento que era una maquinita antigua que transmitía mensajes breves (señales por cable), decodificadas al otro extremo del cable por otra maquinita similar que los transcribía en un papel: un telegrama. Era la forma más rápida y eficiente de comunicarse por escrito en esa época, y era particularmente útil para emergencias, avisos fúnebres, requerimientos económicos y cosas por el estilo.
Después del 11 de septiembre de 1973, muy probablemente el 12, mi papá mandó un telegrama a Vallenar. Iba dirigido a Víctor Hugo Rojas, Gobernador de la Provincia del Huasco y militante comunista, igual que mi papá. El telegrama decía: “Bajo en camioneta con gente para defender Gobierno Popular”.
Lo que mi papá no sabía era que Rojas había sido detenido en la noche del mismo 11 y no alcanzó, por supuesto, a recibir el telegrama ni menos a leer su contenido. Sin embargo, como Correos de Chile seguía funcionando, el telegrama fue entregado a la gobernación y quedó en el escritorio, ya vacante, de Rojas.
El 17 de septiembre por la noche llegaron a El Tránsito a detener a mi padre. Yo tenía 6 años, y cuentan que, mientras la policía registraba mi casa, mi mamá les pidió que respetaran mi sueño. Se lo llevaron con otros tres compañeros militantes de izquierda, y nunca más volvió al pueblo. También cuentan que los otros tres llevaban sus manos amarradas con alambres, pero que a mi papá no lo amarraron por “respeto” a su condición de profesor.
Todo esto que relato es de oídas; o sea, son historias que escuché, porque yo no tengo ningún recuerdo personal de ello.
Mi primer recuerdo propio en relación con todo esto es de una semana después, tal vez el 25 de septiembre o por ahí. Yo estaba en la puerta de mi casa, por la tarde, tomando mamadera (unas botellas café oscuras de cerveza a las que se les ponía un chupete que era rico masticar). En la casa del frente había un negocio, y ahí vivían varios niños, algunos de mi edad y otros mayores. Salieron a la puerta y uno de los más grandes me gritó si yo sabía dónde estaba mi papá. Me hice la lesa y seguí mordiendo el tete. Me volvieron a preguntar, y en ese momento comprendí que era una pregunta retórica: es decir, ellos conocían la respuesta. Contesté que en Santiago (mis padres hacían viajes frecuentes a Santiago en su camioneta, porque en ese tiempo gestionaban cosas para el internado que había creado, y siempre había que ir a buscarlas). Entonces uno de los niños más grandes me gritó “No, no está en Santiago”, y ahí comencé a sentir mis rodillas flaquear, porque era evidente que ellos sabían algo que yo ignoraba, o que tal vez intuía. “Tu papá está preso”, me dijeron, “está en la cárcel por comunista”. Les grité que no, que era mentira y unos cuantos garabatos (yo era muy buena para los garabatos en ese entonces y los usaba sin reservas), y me entré.
Ahí se apaga el recuerdo. No sé si fui a exigirle a algún adulto a cargo que desmintiera o confirmara la verdad recién revelada, pero en el fondo sabía que era cierto. La certeza y superioridad con la que esos niños malvados lo habían gritado no dejaba lugar a dudas.
En esos primeros meses mi mamá andaba en trámites relacionados con el encarcelamiento y yo saltaba de casa en casa (tíos, abuelos, etc.); a mí nadie me contó nada, yo solo escuchaba, y entre las cosas que oía era frecuente el “cómo el Pepe” –así le decían a mi papá en su familia paterna–“había sido tan tonto como para mandar ese telegrama”.También se especulaba que Víctor Hugo Rojas lo había leído y lo había dejado encima del escritorio (algo por lo que mis tíos y abuelos también lo criticaban), donde luego lo encontraría la policía.
Yo, con la inocencia propia de la infancia, imaginaba ese telegrama encima del escritorio y reelaboraba la escena. En mi mente, Víctor Hugo Rojas leía el telegrama y lo tiraba al basurero. Pero eso tampoco me parecía suficiente como para que mi papá se salvara. Entonces rearmaba la historia, y Víctor Hugo Rojas rompía el telegrama en mil pedacitos, cosa de que fuera imposible leer el nombre del remitente. Según yo, así mi papá se podría haber salvado.
Todo ello era antes de que me enterara de que Víctor Hugo Rojas no tuvo ninguna posibilidad de torcer el curso de los acontecimientos, puesto que ya estaba detenido (poco tiempo después fue fusilado, condenado por un consejo de guerra).
Hoy yo vivo en El Tránsito y pasó a menudo por fuera de mi excasa, aquella desde donde se llevaron a mi papá. Y también entro a comprar al mismo negocio –que sigue siendo de los mismos dueños– desde donde unos niños me gritaron la verdad; y es más, hasta los saludo por la calle. Debo admitir que no siento mucho; que todo es parte de la vida que me tocó vivir y que siempre me he considerado afortunada en comparación a otras tantas historias de horror que conocemos.
Mi padre, Gregorio Alvear Altamirano, era profesor normalista (al igual que mi madre). Era oriundo de Cañete, pero se fue viniendo hacia el Norte y llegó a la parte alta del Valle del Huasco (primero a La Pampa y luego a El Tránsito), en 1965. Vino acá a trabajar invitado por su padre, también profesor; junto a él y a mi madre, en 1966 fundaron un internado para los niños del valle.
Fue detenido el 17 se septiembre de 1973 y llevado a una comisaría de Vallenar donde lo golpearon brutalmente. Luego, fue enviado a La Serena y sobrevivió –fusilamiento simulado mediante– a la Caravana de la Muerte. Estuvo nueve meses preso y finalmente, un consejo de guerra lo condenó a tres años de relegación a Parral, a más de 1000 kilómetros de su hogar. En 1976, aún relegado y ante una situación económica y familiar insostenible, cambió su condena por exilio y partimos a Canadá en septiembre de ese mismo año. Llevaba un pasaporte con un timbre en cada hoja que decía “Solo válido para salir del país”.
Y todo porque en El Tránsito había telégrafo.
Irene Alvear Azcárate
El Tránsito, Provincia del Huasco, Atacama